Vivimos una crisis silenciosa en las aulas: la pérdida progresiva de la autoridad del docente. Y no, no se trata de nostalgia por viejos tiempos ni de defender prácticas autoritarias. Se trata de reconocer que sin una figura docente respetada, clara en su rol y respaldada por la institución, la educación pierde su esencia transformadora.
Educar no es solo transmitir contenidos. Es saber emocionar, motivar, comprometer a los alumnos con su propio aprendizaje. Un docente eficaz no es quien “lo explica todo”, sino quien logra que el alumno quiera entender. Pero para que esa magia ocurra, hace falta una estructura sólida, una jerarquía funcional, un rol claro. Y ahí es donde estamos fallando.
Hoy, el docente ha pasado de ser referente a sospechoso habitual. Una acusación, muchas veces sin pruebas, puede arruinar una carrera. Y lo más grave: hay quienes han aprendido a explotar esa fragilidad del sistema para manipular, chantajear o destruir sin consecuencias. La figura del profesor ha quedado a merced de entornos educativos que, en lugar de proteger, muchas veces abandonan o silencian por miedo al conflicto.
La educación no puede construirse sobre el miedo. Ni sobre la complacencia. La autoridad del docente —entendida como liderazgo justo y firme— es condición necesaria para una formación de calidad. Si no se recupera este pilar, estaremos educando generaciones sin tolerancia al esfuerzo, sin respeto por el otro y sin capacidad para convivir en sociedad.
No es solo un problema del aula. Es un síntoma de algo mucho más profundo. Y si no reaccionamos ahora, el coste será irreversible. La defensa del docente no es un privilegio corporativo. Es una apuesta por el futuro.
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